Algo de lo bueno de vivir una vida algorítmicamente asistida es que nos da la posibilidad de ver nuestros deseos expresarse en tiempo real y sin contemplar críticamente nuestras contradicciones. Me citaré como ejemplo: soy una rechazadora de los alimentos altos en carbohidratos que no se resiste a un buen restaurant de pastas. El algoritmo, si estoy en casa, me recomienda recetas de cocina sin harinas blancas, y si estoy en la calle me tienta con lugares donde comer pastas. Y yo disfruto de ambas instancias sin aparente contradicción.
¿Porqué nos gusta esa lectura programática en tiempo real de lo que deseamos? Por un lado porque no se ponen en cuestión nuestros hábitos ni mucho menos nuestros excesos o contradicciones; la lectura de nuestras preferencias prospera de manera inflacionaria pero refinada gracias al aprendizaje por gemelajes. Por otro lado, nos gusta ser algorítmicamente asistidos porque nos garantiza un “quien somos”. Nos permite “targetiarnos” en identificaciones parciales, no necesariamente conexas entre sí, más bien yuxtapuestas y, sobre todo, diversas. Esta pluralidad de identificaciones intensifica la sensación de realización en tiempo presente. Un presente de deseo revelado, estemos donde estemos.
Es evidente que la asistencia algorítmica en el sector de la investigación revolucionó a las herramientas metodológicas. Algunos nos encontramos ensayando novedosos (y pretenciosos) diseños de muestras que usan como herramienta las nano-segmentaciones algorítmicas. Un uso es, por ejemplo, en los reclutamientos para la conformación de paneles o citas a focus groups. Estas nano-segmentaciones a veces rozan (admitámoslo) el absurdo por lo ínfimas que pueden ser. Hace un tiempo nos pidieron reclutar a mujeres mayores de 40 años, con hijos de 0 a 6 años, que compraran coleccionables en los kioskos. Las encontramos gracias a una segmentación sugerida en redes sociales. Asistieron seis mujeres que no tenían nada en común, excepto estas tres características mencionadas. Es decir, los criterios de segmentación no eran criterios de conformación de una comunidad, por lo cual los emergentes para el análisis se dieron en un mar de condicionamientos y salvedades para cada caso. Honestamente, frente a esto, experimenté una gran duda sobre el para qué de la herramienta implementada, al mismo tiempo que me fascinó su precisión.
Con esto quisiera señalar un punto crítico a considerar en estos tipos de diseños metodológicos, sobre todo cuando el abordaje es cualitativo y más aún cuando es etnográfico. Parece que hemos perdido de vista que cuando se contornea una muestra tomando características como, por ejemplo, el consumo de un bien o un servicio determinado, lo que hacemos es dibujar estratégicamente un universo observable, y por lo tanto finito, para poder analizarlo. Eso no quiere decir que lo que tendremos en frente sea efectivamente una “comunidad” interactiva. Los gemelajes requieren de la coincidencia de algo más que tres variables: coincidir en algunas cosas no hace a un segmento. Al parecer, nuestra fascinación por este aporte que da la herramienta tecnológica, nos lleva a olvidarnos que en la vida real todos estamos bastante más mezclados, y por lo tanto, identificar las trazas que nos separan es algo bastante complejo. Considero una amenanza para la seriedad de las investigaciones que creamos que segmentaciones del estilo “adentro-afuera” de mi clientela expliquen lo que llamo “modos de vida”. Creer que un consumo específico es condición suficiente para contornear una comunidad revela, además de una ficción metodológica, una grandilocuente expresión de deseo de querer explicarlo todo a partir de nuestras gruesas categorizaciones y prejuicios sobre lo social. Es decir, hay que tener algunas precauciones al momento de instrumentalizar el poder que nos confiere la hipersegmentación, no sólo al fragmentar el universo en diminutos pedazos sino también a la hora de congregarnos y de definir métricas de pertenencia a la ambigua idea de comunidad que ofertan, por ejemplo, las redes sociales.
En ese sentido, creo que necesitamos redefinir la idea de comunidad como modos de vida, porque es allí, en los modos, donde nos constituimos a partir de experiencias y discursividades que nos atraviesan. Las cuales, dicho sea de paso, siempre están en tensión y en franca contradicción (¡menos hidratos y más pastas!). Si bien gracias a los algoritmos podemos nano-segmentar, nadie está ni tan al margen ni tan al centro de ninguno de los micro-nichos que podrían contenerlo, y es porque aún somos desafiantemente especiales. Hay un reservorio de lo humanamente determinante que sigue funcionando como variable oculta. A este reservorio, en los procesos comprometidos de investigación, siempre debemos volver. No se trata de una mera “textura” cualitativa sino de un acercamiento al ethos, a la realidad como verdad vivida.
Además, el objeto de estudio “modo de vida” es materia viva y como tal se encuentra en permanente interacción. Agrego a esto que tenemos que asumir (no naturalizar) las relaciones que nos atraviesan como investigadores y producir saber asumiendo nuestra falta de neutralidad, porque un investigador existe solo como emergente de sus propias interpretaciones y relaciones. No hay centro vs. marginalidad, observador y observado; hay relaciones de fuerzas que sobredeterminan el modo con el cual nos podemos aproximar a nuestro objeto de estudio. La vida algorítmicamente asistida nos da herramientas muy valiosas para orientar decisiones metodológicas, pero estas garantías de segmentación están lejos de dotar a las investigaciones de objetividad. Simplemente nos muestran, mejor dicho, nos recuerdan, que el mundo es más diverso y prismático de lo que creemos, y que esa diversidad se expresa en los modos de vidas como nociones parciales de realidad.
Marina Llaó
Experta en Metodología de Investigación Cualitativa